Carlos, uno de esos seres que aparecen muy de tanto en tanto en las comunidades y que con su presencia, su pensamiento y su acción iluminan en forma particularmente destacada su tiempo y su entorno.
A lo largo de múltiples y muy diferentes contactos como familiares, amigos, compañeros, colegas, colaboradores, maestros, discípulos, pacientes o simplemente conocidos, construimos nuestra propia imagen de él, la coloreamos con innumerables anécdotas personales y le dimos el calor del afecto y el reconocimiento por todo lo que él nos aportó.
Todas ellas resaltan su inigualada calidad humana y profesional, su rectitud, su entrega, su perseverancia, su infatigable pasión por hacer bien las cosas, la profundidad de su pensamiento, la vastedad de su cultura, la actualización de su información, su inagotable interés y curiosidad por todo y su ritmo aparentemente lento pero constante y singularmente eficiente.
Y todos valoramos especialmente estas cualidades porque sabemos que eran auténticas, que las practicaba con profunda convicción, sin claudicaciones, con modestia, con bajo perfil y jamás buscando ventajas o beneficios para sí. Su presencia era una referencia completamente natural para nuestras vidas.
Doy fe de ello porque durante 53 años compartiendo una misma carrera, una misma profesión y muchos ideales, fui privilegiado con su valiosa amistad.
Me he preguntado cómo interpretaría Carlos esta circunstancia.
Estoy seguro de que con la calma y profunda racionalidad con que encaraba las situaciones más adversas, nos señalaría el error de interpretarla desde las limitaciones de una perspectiva exclusivamente biológica. Que olvidamos que su cuerpo era mortal. Que por eso, su enfermedad que le llegó en forma insidiosa y la prolongada sucesión de complicaciones por cierto inesperadas que terminaron con su vida, nos sumen en el estupor, el desconcierto y la impotencia.
Desde nuestras convicciones filosóficas y religiosas limitadas y seguramente diferentes, todos intuimos que la admirable complejidad y riqueza de su espíritu no pueden haber desaparecido; que a partir de ahora seguramente habitan en alguno de los grandes lugares destinados a quienes como él vivieron su vida de manera ejemplar.
Lo que Carlos perdió es su cuerpo material, la herramienta inevitablemente efímera con que actuaba entre nosotros.
Si procedemos con sus mismos principios, autenticidad, convicción y entrega, entre todos le daremos un cuerpo que sustituya al que ha perdido. Y así podrá seguir obrando entre nosotros, señalando e iluminando nuestros caminos, y, en definitiva, haciendo que en lo que fue su entorno su después continúe siendo cada vez mejor que su antes.
No estamos aquí entonces despidiendo al entrañable amigo desaparecido. Estamos junto al compañero en su tránsito hacia otra realidad no sometida a las limitaciones del cuerpo material mientras alcanzamos la calma necesaria para recordarlo y asumir el compromiso de continuar poniendo en práctica su mensaje.
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