miércoles, 8 de octubre de 2008

Silvio León Fossati Ventura (I).

Escribe Sonia Fossati Silveira de Eizmendi:

Nació el 21 de Abril de 1890, en el Chuy, el primer hijo de don Antonio Fossati Arnelli y el primer nieto de don León Ventura, que moriría poco después. Era un niño muy despierto y se contaba, que cuando el abuelo le llevaba en brazos a su comercio, le golpeaba la lata de las galletitas, reclamando la suya, cuando no había cumplido el año.

El 25 de agosto de 1895, en el marco de los festejos patrios, le tocó al niño Silvio, recitar “El entonao”, de Elías Regules. En los ensayos se equivocaba siempre en una palabra y su hermanito Dantón, un año menor, le corregía. “Si me equivoco y me corriges, ¡te pego un piñazo!”; se equivocó…le corrigió…y se ligó el piñazo, en plena fiesta patria. ¡Tenía 5 años! (En la foto, de marineritos, Silvio de 6 años, a la izquierda y Dantón, de 5 años, reclinado sobre él)

En 1900, la familia se instaló en la casa que su padre se había hecho construir, en la esquina de las actuales calles Elías Luzardo y Samuel Priliac.

Su madre y su tío menor, Bernardo Ventura Rodríguez, eran fervientes adeptos de Aparicio Saravia, pasión que él compartía y cuando el alzamiento de 1904, Bernardo, que vivía en Castillos era el Comandante de la zona y reunía revolucionarios para unirse al caudillo. Él planeó irse en secreto: “tengo caballo y le robé el poncho a mi padre”…pero su tío le convenció -tenía 14 años- de no hacerlo: recién había nacido su hermano menor, Amílcar, “y tu ida puede hacerle mal a tu adorada madre”.

En 1910 se proyecta otro levantamiento blanco. Silvio tiene ahora 20 años y le toca juntar gente para tomar la comisaría. El comisario, colorado por supuesto, era un gran amigo. Arregla con gente de su estricta confianza que tiraran unos tiros por el lado del arroyo, para que el comisario saliera y quedara a salvo de su acción. La lealtad era una de las bases de su personalidad. La clave para iniciar la acción sería un telegrama: “va encomienda en la diligencia de Olivera”. El telegrama nunca llegó; habían “entregado” la cosa por Pan de Azúcar.

Por esa época fue el episodio de cuando se lo llevó el mar en la Coronilla y estuvo más de 12 horas mar adentro. “Nunca perdí de vista la costa…trataba de vencer la corriente y si no podía, hacía la plancha o andaba a favor…así como me entró, en algún lugar me va a sacar…veía como me buscaban”. En la noche, con faroles, buscaban el cuerpo del ahogado…y le encontraron, ¡había salido por sus propios medios!

De esa época también, fue el duelo que casi le dejó sin vida. Era amigo de un estanciero brasilero, que incluso solía dejar su caballo y aperos en el hotel (que Silvio había abierto a los 18 años), cuando tenía que tomar la diligencia para ir a Santa Victoria. En una oportunidad, estando borracho, habló mal de su padre. Le esperó para pedirle cuentas en el paso del arroyo. Se apearon y descargaron –“al bulto”- sus revólveres. El otro echó mano a su cuchillo y él, zurdo, enganchó una espuela en el poncho y cayó de espaldas; el arma de su rival le abrió el vientre y le dejó tendido por muerto. Alguien que venía de Santa Victoria, se acercó al lugar, alertado por los disparos, le recogió y le llevó a la aduana, donde la esposa del receptor lo vendó con sábanas cortadas. Toda su vida convivió con su “hernia”, que contenía con una faja sobre la cicatriz que le cruzaba el vientre de lado a lado.


En ocasión de un acto eleccionario, había que cruzar el arroyo San Miguel para ir a votar a 18 de Julio. La balsa estaba siempre para los colorados. Se acababa el día...Silvio hizo formar a los suyos, armas en mano, en medialuna en torno al embarcadero...y pasaron todos los blancos.

Un día una vecina del pueblo, Pilar Armendáriz, le mostró a una joven por una ventana: “con esa te vas a casar". Era Juana Dolores Silveira, entonces de 16 años. Pilar fue la que le llevó el primer “billete” del buen mozo. Y en enero, cuando ya Silvio se acercaba a los 30 años (foto), se casaron. Atrás quedaba una turbulenta juventud. En el año siguiente -1919- moriría su adorada madre y nacería su hija mayor, a la que llamó con el nombre y apellido de aquella, María Ventura. (“Tura” para su familia y amigos). Había llegado la hora de la madurez, que será objeto de otro relato.

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